viernes, 25 de diciembre de 2009

Ella.

Ella, impasible, estaba postrada sobre la verde hierba. Sus cabellos negros se desparramaban a su alrededor rodeando su blanca tez; sus ojos, vacíos, miraban hacia el infinito sin ver nada; sus labios, pétalos rojos antaño, estaban deslucidos en una sonrisa inerte; su cuerpo, roto como el e una vieja muñeca, se inclinaba hacia el lado contrario al de su cabeza. De su cuello pendía un collar de sangre chorreante que se deslizaba desde su clavícula hasta sus hombros. La contemplé unos instantes antes de comenzar a desnudarla lentamente. Me gustaba sentir el roce de su piel muerta contra la mía. Me encantaba oler su sangre, aún fresca. Ver cómo parecía todavía viva. Me excitaba la visión de sus senos inmóviles; el no oír su corazón latir.

Amaba haberla matado.